LA VERDAD DEL CONSENSO
El tema de la verdad, si bien no parece ocupar los primeros planos en la intrincada selva del pensamiento moderno, está subyacente, bajo un signo de duda e incertidumbre, en todo cuanto interesa al espíritu y al intelecto humanos.
Para el mundo moderno, el centro de gravedad en este tema se ha desplazado desde la convicción, connatural en todos los seres humanos, de que existen cosas que son reales y verdaderas, hacia la aceptación de que no existe nada seguro, nada cierto, nada verdadero y que, consecuentemente, todo está sujeto a la duda y a la desconfianza sistemáticas.
"En definitiva –nos dice Juan Pablo II–, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva.
"La crisis en torno a la verdad coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás." (Encíclica 'Fides et Ratio')
Como consecuencia directa de la negación de la verdad, la 'democracia relativista' otorga a la 'tolerancia' un carácter rayano en lo dogmático: parte del supuesto que todo aquel que sustenta una concepción absoluta, sea religiosa, filosófica o política, no puede ser sino intolerante y anti-demócrata, porque no se podría esperar de él que acepte una visión diferente de la suya.
De partida, no puede ser más evidente que esta 'descalificación de todo el que cree en la verdad' es un atentado contra la dignidad humana, pues constituye una violación flagrante de los derechos inalienables de la persona, comenzando por la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión y de su consecuencia necesaria: el derecho de expresión.
Semejante descalificación es fruto, simplemente, del fanatismo de la duda.
Sin un sentido auténtico de tolerancia, que respete la dignidad humana y sus derechos inalienables, la democracia pasa a ser un sistema aparente y, por ello, deshonesto e hipócrita, en el que todos, cual más, cual menos, ocultan lo que realmente creen o piensan, unos por simple estrategia, otros por el miedo de ser tildados de sectarios e intolerantes, otros, en fin, porque han caído a ese nivel en que lo único que importa es la conveniencia propia.
En tal sistema, como ya no es posible proponer soluciones que representen proyectos de dimensión global –que de antemano están destinados a ser descalificados como absolutistas y totalitarios–, no queda más solución que reducirlo todo a las meras aspiraciones populares dependientes de las circunstancias, aspiraciones que todas las tendencias dicen representar.
Demás está decir que, en tal clima vacío de principios y de ideales, todo se reduce a la búsqueda de un 'común denominador de consenso' en torno a los diagnósticos sociológicos, económicos, estadísticos y de opinión, sin que sea posible alcanzar realmente acuerdos de fondo que importen soluciones estructurales, tanto materiales como intelectuales, de los graves problemas que afectan la convivencia social.
Así, pues, la mejor manera de defender la democracia es luchar sin descanso porque los hombres de ideas discrepantes sean libres de participar honestamente conforme a lo que creen verdadero –según reglas del juego democrático comúnmente establecidas y aceptadas–, tanto en procura de sus ideales, como en búsqueda de los criterios y principios prácticos y de acción que les permitan colaborar en aras del bien común.